Microrrelato: ¿A qué sabe el brandy?
¿A qué sabe el brandy?
Con 12 años me quedé huérfana. No es que mi padre tuviera mala salud, solamente se opuso a las ideas equivocadas y terminé llorándole junto al muro exterior de la casa. De ese momento, recuerdo que hice un movimiento brusco, zafándome del guardia que me atenazaba por los codos. Que tomé una piedra del suelo que estrellé contra la cara de aquel hijo de puta. Acto seguido él me golpeó con toda su fuerza en la cara. La hostia que me dio aún la noto en el oído izquierdo. Eso y la marca del anillo de casado del muy cerdo. Entre risas se marcharon y me dejaron llorando desconsolada.
Después de eso, pasé un tiempo alejada del pueblo. Estuve viviendo con unos vecinos hasta que mi tía Francisca recibió la carta que le envié y pudo venir a buscarme.
A los 16 ya tenía hechuras de mujer adulta y volví en busca de trabajo. No fue muy difícil. En aquel antro no le preguntaban la edad a nadie y mucho menos si enseñabas un poco de escote. Ellos buscaban a alguien discreto que atendiera el bar y limpiara de vez en cuando las habitaciones. Siempre habían sido un lupanar de fiar, o al menos eso me decía el señor Antonio.
El local constaba de tres plantas. La principal tenía un enorme salón con una pista de baile central flanqueada por pequeñas mesas redondas donde poder charlar un poco con las habitantes del lugar. Había apliques en las paredes de la sala, lo que hacía que la iluminación no fuera muy buena. Todo el recinto olía a pachuli, tabaco y sudor de militar. En el lado contrario a la puerta de entrada estaba mi barra. Solo tenía que aplicar la norma de «Primero el dinero y luego el licor» para conservar el trabajo. Los grandes ventanales estaban cubiertos por pesadas cortinas rojas para dar la intimidad que buscaban los clientes.
La planta superior estaba llena de pequeños dormitorios repartidos a ambos lados de un estrecho pasillo que culminaba en un pequeño baño común. Había días que ese pasillo tenía más jaleo que la propia pista de baile.
En el sótano nadie sabía lo que pasaba porque solo podía entrar el dueño. Había una puerta detrás de la pequeña alacena donde guardábamos el embutido para el almuerzo. Siempre tomaba algo de la misma antes de bajar las escaleras, pero aquella planta nunca se mencionaba.
Todos los viernes a las ocho, nos colocábamos todas en nuestra posición. Y todos los viernes a las ocho y diez empezaban a llegar hordas de militares llenos de mugre, con fotos de novias al otro lado de España que estaban deseando volver a sentirse personas.
A las diez el comandante Gutiérrez hacía acto de presencia y las tropas quedaban en silencio hasta que llegaba a su reservado y el bullicio volvía a llenar la sala.
Tuve que esperar aún un par de meses para que el señor Antonio decidiera que fuera yo quien sirviera al comandante de su brandy. Creo que, en el fondo, él sabía de mis intenciones y simplemente me ayudó a no levantar sospecha.
Mientras su cara se desencajaba en aquel reservado, su cicatriz en el pómulo seguía intacta. Yo me quedé en un rincón mirándolo; con mis manos metidas en el bolsillo del mandil, jugando con el pequeño frasco de ponzoña que me dio mi tía antes de volver al pueblo.
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Créditos: Photo by Nikola Jovanovic on Unsplash
Caminantes somos y en el camino nos encontremos!!🤭👏👏
ResponderEliminarExacto, gracias por pasarte!
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