Relato: En la frontera (parte 3 de 4)

Relato: En la frontera

En la frontera (parte 3 de 4)

    La avenida del depósito estaba flanqueada por un enorme parque y las naves del puerto. Era una zona demasiado abierta como para poder escaparme sin que me localizaran rápidamente. Antúnez solo tendría que levantar la cabeza una vez que encontrara a José Carlos y podría verme huyendo sin problemas. No podía ponérselo tan fácil. Necesitaba pasar desapercibido, diluirme con la ciudad para que no me encontraran y poder completar la entrega.

    Un nudo en la garganta me dejó por un momento sin poder tragar, comencé a sudar y me temblaban las manos. «¡Céntrate!» comencé a repetir mentalmente mientras abrí la ventanilla para aliviar un poco el calor del interior del coche y reduje la velocidad para no llamar la atención. En cuanto pude, abandoné la vía principal y comencé a callejear en dirección al centro de la ciudad y posteriormente a la zona del antiguo estadio de fútbol. Era una de las zonas con mayor número de coches de la ciudad y sería fácil pasar desapercibido. Hacía varios años que construyeron el nuevo estadio y derribaron el viejo para construir un enorme aparcamiento. Era el lugar perfecto para desaparecer durante unas horas hasta que la cosa se tranquilizara.

    Cuando entré en el estacionamiento, todas las plazas parecían ocupadas y en el horizonte un muchacho escuálido con un chaleco reflectante, pantalón corto y chanclas me hacía aspavientos. Seguí avanzando y justo donde él se encontraba había un pequeño hueco donde dejar el coche.

    Comencé a aparcar y él empezó una especie de ritual de cortejo al automóvil recién llegado: movía una mano desde fuera hacia dentro y daba vueltas en círculo con la otra.

    —¡Dale un poquito más, jefe!¡Endereza un poco! Ya lo tiene, jefe.

    Cogí del asiento trasero la bolsa de deporte mientras él no me quitaba los ojos de encima en ningún momento. Me bajé con la mochila y cerré.

    —¡Qué pasa, amigo!, ¿no tendrás un eurito por ahí?

    —¡Qué va!, no tengo nada suelto ahora, pero, si vas a estar por aquí, cuando vuelva te lo doy.

    Su cara dejó de mostrar una dentadura que había vivido tiempos mejores y me miró directamente a los ojos.

    —¿No te estarás quedando conmigo? ¡Mira que te reviento el coche!

    —¡No hombre! —Intenté bajar un poco la tensión. —Voy en un momento a … —levanté la cabeza en busca de algún sitio donde poder parar un poco. El aparcamiento estaba rodeado por un pequeño parque con algunas instalaciones para niños. Entre los árboles pude ver un cartel negro de una cafetería que quedaba al otro lado de la calle y lo señalé con el dedo—… al bar que está allí. —Dije mientras comencé a caminar en su dirección.

    Él intentó acomodar la vista en la dirección donde yo apuntaba y relajó la pose.

    —Vale, amigo. Yo te cuido el coche hasta que vuelvas.

***

    El local no era muy grande y estaba envuelto en un agradable olor a café. Tenía cuatro mesas que en ese momento de la tarde estaban vacías a la espera de que dieran las ocho y empezara a animarse la zona. Una televisión presidía la sala con Sálvame en todo su apogeo ambientando el lugar. El fondo, junto al baño, una máquina de tabaco y la clásica tragaperras que continuamente hacía sus juegos musicales por si algún incauto picaba.

    —¡Buenas tardes! Dijo la camarera desde detrás de la barra.

    Busqué un taburete en el extremo opuesto a ella. Era el punto más cercano a la puerta de entrada y desde donde podía ver levemente el lateral del coche.

    —¿Qué te pongo? —Me preguntó mientras se apoyaba en el dispensador de café con el portafiltros de la máquina en la mano.

    —Un descafeinado de sobre, por favor.

    Con cara de decepción se alejó del café, cogió un pequeño vaso, lo llenó de leche vaporizada y me lo sirvió poniéndolo en un plato junto con un sobre de azúcar y otro de Nescafé.

    Me senté y tiré la bolsa debajo de mis pies. Saqué de mi bolsillo el Nokia y dejé pulsado de nuevo el número uno del teclado. Después de un par de tonos la llamada se cortó.

    —¿No tiene calor con esa sudadera?

    —No, que vá. —Respondí incómodo —Acabo de salir del gimnasio y es la mejor manera de no coger frío.

    —Bueno, se lo digo por que no vaya a ser que le dé una lipotimia aquí. No estoy yo para hacer de enfermera con nadie.

    Lanzó su reproche desde la otra punta del bar al que respondí con una sonrisa y un «no te preocupes que me desmayaré fuera» que no le hizo ninguna gracia, pero, por lo menos dejó de hablarme y siguió acondicionando el bar para el momento del tapeo. En ese momento mi teléfono comenzó a vibrar.

    Lo saqué apresurado del bolsillo del pantalón. Una llamada entrante de un número que no conocía apareció en la pantalla. Me sudaban las manos y me costó unos segundos descolgar. Respiré hondo antes de responder.

    —Mira cabrón, cómo se te ocurra hacerle algo a mi hijo te mato. —Dije sin levantar el tono.

    —¿Antonio? —La voz de María sonaba al otro lado. —Te estoy llamando desde el móvil del vecino. ¿Dónde estás? ¿Está Lolo contigo? —fue escuchar su nombre y se me cayeron un par de lágrimas.

    —Tu no te preocupes cariño, —Luché con el nudo de la garganta para tomar saliva— Lolo va a estar bien.

    —¡Tienes que hacer todo lo posible para que no le pase nada!

    —Te juro que lo estoy haciendo.

    —No me vale un «te lo juro», tienes que darles lo que quieren y que me devuelvan a mi hijo. —Su tono se volvió desesperado—¡que me devuelvan a mi hijo, Antonio!

    Era incapaz de responder. Tenía que haberlo dejado cuando estuvieron a punto de pillarme en el puerto de Algeciras hacía un par de años. No sé cómo, pero siempre daban conmigo. 

    —Lo sé, María, la he cagado. Pero lo voy a solucionar. —Respiré un poco— Sobre todo mantén la calma y no llames a la policía. Lo tengo controlado. —Mentí y colgué el teléfono.

    En ese momento me temblaba todo el cuerpo. Dejé el móvil sobre la barra y le pegué un trago a la leche humeante abrasándome la lengua. Una notificación entrante iluminó la pantalla.

    «37.25241002607143, -6.928483201778344 a las 23:00»

    Al tocar la notificación me abrió el navegador del móvil. El sitio estaba a menos de un kilómetro de donde me encontraba. En una zona en ruinas entre la circunvalación y las balsas de fosfoyesos. Solo tenía que seguir las indicaciones del programa y estaría hecho.

    «Interrumpimos la emisión para informar del asalto al depósito de la guardia civil en Huelva capital. Según las imágenes de seguridad, el individuo va armado y es peligroso. Viste una sudadera negra y lleva una bolsa de deportes. Si usted lo ve, contacte directamente con el teléfono … »

    Levanté la cabeza del móvil. Las imágenes me mostraban saliendo del depósito. Bajé un poco la vista y la camarera estaba apoyada con las dos en el extremo del palo de escoba hipnotizada por la televisión. El corazón se me encogió y di un salto del taburete. Saqué un billete de 10 euros junto al vaso de leche y sin darle tiempo a reaccionar, cogí la bolsa del suelo y salí a toda prisa.

    Al salir a la calle, las luces parpadeantes de un coche de patrulla iluminaban el lateral de mi vehículo. «Mierda, mierda» farfullé mientras me quedé por un momento petrificado junto a la entrada del bar.

    —Disculpa, te dejas el cambio. — Gritó la camarera desde dentro.

    Me giré e imposté la mejor de mis sonrisas.

    —Quédatelo como propina.

    —¡Muchas gracias! —Me sonrió y siguió embobada con la tele.

    Si aún no se había percatado de que era yo, seguro que faltaba poco para que lo hiciera. Cuando volví a mirar hacia el aparcamiento, uno de los agentes estaba charlando con mi «amigo» el gorrilla. Éste último levantó la mano señalando hacia mi posición y el agente siguió la indicación alzando la cabeza y acto seguido comenzó a caminar hacia mí.

    Sin respirar, comencé a correr con todas mis fuerzas hacia las calles colindantes.

    No podía dejarme atrapar , la vida de Lolo dependía de ello.

 

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Créditos: Photo by Red John on Unsplash

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