Microrrelato: Verano

Microrrelato: Verano

Verano

    Acampábamos en una pequeña explanada de tierra junto a una duna que nos separaba del mar. Desde que tenía uso de razón, los veranos habían sido así. Cuando terminaba el colegio, mi padre y los padres de mis amigos se marchaban en busca del mejor sitio para colocar las tiendas de campaña durante los meses de julio y agosto. Alrededor de estas construían zonas comunes donde cocinar o pasar el rato jugando a las cartas.

    Esos dos meses mis padres y nosotros tres dormíamos todos juntos en una enorme tienda de las que para montarlas tienes que hacer una pequeña formación en la NASA. De hecho, estoy seguro de que si hubieran existido tiendas como las de ahora no hubiéramos podido estar solos en mitad de la nada.

    Justo delante de la zona de día teníamos un pequeño carril de tierra ovalado. Quizá tuviera como 50 o 100 metros en la recta, pero para un niño de 7 años como yo eso era lo más parecido a una pista de fórmula uno y, justo ese año, todos los hermanos mayores habían tenido la fortuna de que los reyes magos les regalaran una bicicleta. Curioso el sincronismo de sus majestades.

    Mi objetivo ese verano estaba claro: Ser el mejor conduciendo aquellas máquinas creadas para la velocidad.

    Al ser de los pequeños me costaba horrores que alguien me dejara su bien más preciado y me tenía que conformar con poder montarme en la bici de mi hermano mayor cuando uno de mis padres lo amenazaba con algún tipo de castigo original.

    En poco más de tres días conseguí mantener el equilibrio sin esfuerzo y comencé a querer hacer algo un poco más divertido. Y ahí apareció la película que marcó mi infancia: «Los bici voladores». Chavales un poco mayores que yo que danzaban a sus anchas por la ciudad haciendo saltos y derrapes con sus BMX.

    Lo de saltar estaba totalmente descartado, la pista era de tierra y totalmente lisa así que únicamente me quedaba aprender el glorioso arte del derrape.

    La primera vez que lo intenté, la mano de mi madre me golpeó con la suavidad de la educación de los 80 en la cabeza. «Te vas a cargar la bici de tu hermano» me gritó y acto seguido me agarró del brazo para que me bajara y se la devolviera a mi hermano. Visto mi éxito, me vi obligado a planear la manera de poder hacer el derrape perfecto.

    A la hora de desayunar todos los niños íbamos a la zona donde compartíamos un «colacao» y unas galletas. En ese momento las bicicletas quedaban aparcadas en los troncos de madera que daban forma a la estructura y yo ya le tenía echado el ojo a la de mi amiga Marisa. Lo primero, porque era una bici que me quedaba mas o menos a buena altura y no necesitaba que nadie me ayudara a comenzar la marcha y lo segundo, porque mi madre no me abroncaría si desgastaba un poco la cubierta de las ruedas con la maniobra que estaba decidido a completar.

    Me tomé la leche de un trago y con una de las galletas aún sobresaliendo de mis labios, me fui directo a por mi objetivo. La levanté y comencé a pedalear como si no hubiera un mañana. La brisa que había se convertía en un zumbido de viento en mis oídos con cada pedalada y la velocidad comenzaba a notarse.

    Cuando tomé la curva, los gritos de «¡Devuélveme mi bici!» apenas se escuchaban. Y después del giro ya solo me quedaba aquella recta para poner en práctica mi movimiento especial y que todos quedaran «flipando». «Acelerar, levantarme levemente, apretar el manillar de freno como si no hubiera un mañana e inclinar la bici mientras apoyo un pie en el suelo para dibujar un círculo completo con la rueda trasera en el suelo»

    Me puse de pie sobre los pedales y aceleré todo lo que pude. De reojo vi como Marisa venía hacia mí y se convirtió en un ahora o nunca. Cuando las piernas ya no me daban más, apreté el freno hasta estrujarlo contra el manillar. La rueda delantera se bloqueo y salí volando como una rebanada de pan de una tostadora. Aterricé de morros contra el suelo dejando un derrape totalmente recto con mi cara.

    Marisa recuperó su bici y yo aprendí un par de cosas ese día: que lo difícil no es volar sino aterrizar y que el agua de mar ayuda a cicatrizar las heridas, pero escuece.

 

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Créditos: Photo by Jesús Minchón on Unsplash

Comentarios

  1. La ambientación te lleva a los 80! Está bien un poco de nostalgia . Bravo.

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    1. Gracias, Juan. Es una pequeña historia autobiográfica.

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  2. Ayyy‼️ los 80 y la bendita agua de mar 😊

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    1. La vida se vivía al máximo desde el momento en que podías montar a dos niños en cada plaza de adulto en un coche. No sé cómo conseguimos llegar hasta ahora 😉
      Gracias por pasarte

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