Relato: El zumbido de las libélulas
El zumbido de las libélulas
El móvil vibró encima de la mesilla junto a la cama. A tientas buscó el interruptor de la lámpara, la encendió y cogió el teléfono.
—¿Quién es a estas horas? — Farfulló Ana que dormitaba junto a él.
—Se está liando y bien en la sierra —Dijo Pucho mientras descolgaba las piernas por el lateral de la cama—. Nos piden a todos que vayamos ahora.
—¡Tus jefes no respetan nada!, ayer llegaste a las mil con el tema de organizar la base y ahora no tienen la decencia de dejarte dormir un poco. —Sonaba muy enfadada, pero estaba derrotada por el sueño.
—No te preocupes, estaré bien —dijo girándose hacia ella y recostándose ligeramente sobre la cama le dio un beso y una pequeña caricia en la mejilla—. Nos vemos luego.
Acto seguido se levantó y comenzó a vestirse con la ropa del día anterior que reposaba en una silla a los pies de la cama. Se puso el pantalón vaquero y abrochó el cinturón. Siguió con la camisa y la comenzó a abotonar mientras se colaba los zapatos. Tiró un beso al aire al que Ana respondió rodando hacia el otro lado de la cama y abrazando la almohada.
Salió de la habitación palpándose el bolsillo de la camisa en busca del paquete de cigarrillos. Con la otra mano escudriñó los bolsillos del pantalón en busca del zippo, los volteó, pero solo cayeron un par de monedas al suelo. Casi en la entrada se giró buscando el brillo del metal en el suelo de la habitación, pero allí no estaba. Tragó saliva. «Seguro que se me cayó en el coche» pensó intentando controlar la situación.
Junto al recibidor sacó un pitillo y cogió un pequeño mechero BIC del mueble donde dejaban las llaves. Dio lumbre al tabaco seguido de una intensa calada y se guardó el encendedor en el bolsillo. Abrió la puerta mientras expulsaba el humo y el olor a ducados impregnó el ambiente. Cuando cerró la puerta, el aire formó pequeños remolinos de humo que lo persiguieron levemente hasta que bajó las escaleras que daban al portal.
Aún faltaban un par de horas para que amaneciera. Aquella noche la luna se había tomado un descanso y apenas alumbraban la carretera unas cuantas farolas amarillentas. El Ford Mondeo rojo estaba aparcado bajo una de ellas. Abrió la puerta, se puso de rodillas en el marco y comenzó a buscar entre los asientos y el suelo, pero allí no había nada. Sacó el móvil para ayudarse y al encender la pantalla vio una notificación de Abanca. Miró a su alrededor y eliminó el aviso. Encendió la linterna y siguió buscando en los sitios donde la luz de la farola no llegaba. A los cinco minutos desistió de dar con el encendedor, arrancó el coche y se puso en camino.
A los pocos kilómetros abandonó la carretera nacional. La comarcal apenas contaba con un carril y había pequeñas islas en los lados donde orillar el coche si te cruzabas con un camión. Aunque la noche estaba cerrada, el resplandor de las llamas en el horizonte teñía de tonos ocres las sombras de los árboles. Al ver el juego de luces sus ojos se enjugaron en lágrimas y tragó saliva. Llevaba muchos años siendo brigadista, pero siempre que veía un fuego un nudo en el estómago le atenazaba.
Llegó al lago tras una hora conduciendo por aquella carretera del diablo. La tranquilidad del sitio solo era perturbada por el zumbido de las libélulas y el de los helicópteros tomando agua. Aparcó junto al resto de coches. Bajó y prendió un cigarrillo al tiempo que caminaba hasta la garita de entrada.
—Buenos días, Anxo —dijo con los labios pegados al ducados acompañando el gesto con la cabeza—. Menuda hay liada en la sierra.
—La verdad es que sí, empezó anoche y lleva varias horas descontrolado. Desde las dos de la madrugada llevan currando la tres y la cinco. ¡Esperemos poder controlarlo con el apoyo aéreo antes de que se cargue todo! —dijo dejando que poco a poco el pesimismo llenara sus palabras.
—¡Menuda mierda! Bueno, voy a ponerme las pilas que me quedan veinte minutos antes de salir.
Pasó la tarjeta por el control y comenzó a caminar hacia el edificio.
—¡Pucho! —gritó Anxo cuando este ya se había alejado de la caseta haciendo que se girara sobre sí mismo—. Acabo de recordar que el jefe de brigada me dijo que cuando te viera te comentara que pasases por su despacho.
Una mano invisible le comenzó a estrujar la nuez y los nervios retorcieron la boca del estómago dejándole una sensación de falta de aire. Un escalofrío le recorrió la columna vertebral y su cara palideció.
—¿Estás bien?
—Sí, todo bien. —dijo mientras se giró y comenzó a caminar apretando el paso hacia el edificio.
Por un instante dejó de escuchar los helicópteros y solo sentía el rugir del suelo de tierra bajo la suela de sus zapatos. Al cruzar la puerta principal el Señor Hernando le esperaba con las manos metidas en los bolsillos del pantalón.
—Buenos días, Señor Garrido —dijo en tono solemne—. Necesito que me acompañe.
Pucho asintió con la cabeza y dejó caer el pitillo al suelo para luego aplastarlo con la suela de su zapato. Ambos comenzaron a caminar hacia el despacho sin decir ninguna palabra.
Al entrar, un par de agentes del SEPRONA custodiaban una pequeña bolsa de plástico trasparente con autocierre. En su interior, un zippo metalizado con su nombre grabado cubierto de hollín.
—Pase y siéntese. Estamos deseando escuchar donde estuvo usted anoche.
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Créditos: Photo by Jack Kaminski on Unsplash
El mundo de la extinción de incendios forestales convertido en thriller. Muy bien ambientado, como siempre!
ResponderEliminarMuchas gracias, Juan. Desgraciadamente algunas veces no es solo ficción.
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