Novela: El salto de los inocentes

 

Novela El salto de los inocentes

El salto de los inocentes

Capítulo 1

    Nos detuvimos junto al cordón policial. Las luces azules y anaranjadas teñían la fachada de los edificios de la calle. La vecina del segundo se asomaba curiosa entre las cortinas de su habitación entre los destellos. Un poco más arriba, en el balcón del cuarto, las cortinas del salón trataban de escaparse por el cierre empujadas por el viento. En el suelo había tres bultos de distinto tamaño cubiertos por mantas reflectantes sobre un espeso lago rojo.

    El inspector Ortiz fue el primero en bajar del coche. Yo eché mano a la bolsa donde llevaba la cámara y los distintos productos para tomar las muestras. Abrí la puerta y bajé. Me quedé mirando el interior del vehículo en busca de cualquier cosa que me pudiera estar olvidan-do cuando la voz ronca del inspector llamó mi atención.

    —¿Está lista, señorita Sosa?

    —Sí, perdone, no quería que se me olvidará nada. Ya sabe, no estoy muy acostumbrada a hacer estas cosas y no es lo mismo aquí que en la facultad. —Su cara permaneció impasible mientras me miraba fijamente y su-jetaba el mando del coche en la mano. La movió en el aire para que la viera y una sonrisa nerviosa me invadió. —Discúlpame, ya cierro.

    Con la mano derecha sujetaba el maletín de artilugios que me acababan de dar y con la izquierda lancé la puerta contra el coche cerrándose, dando un golpe. Al oírlo, el inspector accionó automáticamente el botón de cierre del mando y se giró comenzando a caminar hacia donde estaban los tres cuerpos.

    Intenté caminar hacia él y un tirón brusco en dirección contraria me descolocó haciéndome dar un traspiés. La chaqueta de mi traje nuevo acababa de quedar amordazada por la puerta de aquél horrendo automóvil que estaba dispuesto a sabotear mi primer día de trabajo. Dejé de mala manera la bolsa en el suelo y comencé a tirar sujetando con las dos manos la prenda y el coche comenzó a zarandearse.

    —Sosa, ¿vienes o qué?

    —Sí, sí, ya voy.

    «Respira, Alejandra, no puedes bloquearte ahora.» Di una bocanada de aire frío y de un par de movimientos circenses conseguí quitarme la maldita americana. Re-cogí el material del suelo y empecé a caminar hacia el cordón policial dejando atrás, colgando como una ristra de chorizos de la puerta de aquel maldito coche, el único abrigo que llevaba.

    Levanté la cinta, pasé por debajo y llegué junto a los cuerpos. Mi compañero estaba a pocos metros interrogando a alguno de los vecinos que tuvieron la mala fortuna de ver la escena.

    Un chico del SAMUR me ayudó a destaparlos. Con los dos primeros no tuve ningún problema, eran adultos como los que ya había manejado en la facultad. Pero nadie me había preparado para ver a un niño con el cráneo destrozado contra el asfalto.

    Todos se encontraban con el pijama puesto y miran-do hacia arriba. Hice un par de fotos de la disposición de los cuerpos.  Era como si se hubieran dejado caer de espaldas desde el cuarto piso. Estaban con las manos superpuestas, como si hubiesen saltado agarrados de la mano.

    Vi que sobresalía del cuello de la camiseta del hombre un pequeño cable negro. Me acerqué un poco para hacerle un par de fotos. Este llegaba hasta la zona trasera de la oreja. Había una pequeña pegatina semitransparente repleta de líneas plateadas con forma de circuitos electrónicos y, junto al lóbulo de la oreja, tenía una especie de conector minúsculo donde se unían la pegatina y el cable.

    Intenté meter la mano en la chaqueta para buscar un bolígrafo con el que ahuecar la tela y poder fotografiar mejor aquel dispositivo, pero me quedé moviéndola en el aire. Separé la cara del visor. «Mierda, la chaqueta» Sujeté la cámara con una mano y cuando estaba a punto de introducir el dedo índice por la pequeña rendija entre la tela y la piel un escalofrío me recorrió el cuerpo paralizándome.

    —Joder, Sosa, ¿es que no aprendiste nada en la facultad? —la voz del inspector sonaba muy enfadaba—. ¿Dónde están tus guantes?

    Moví el brazo hacia atrás como una exhalación y me incorporé dejando caer la cámara que, de un fuerte tirón, quedó colgando en mi cuello.

    —Solo estaba intentando tomar una buena foto.

    —¡Ni buena foto, ni ostias! Aquí afuera solo hacemos las de conjunto, para la autopsia ya están los forenses. —Fue tan rotundo que apenas pude llegar a contestarle con un leve gesto con la cabeza—. Recoge todo, aquí no hay mucho más que hacer. En breves llegará la científica y el juez para levantar los cadáveres y aún te queda todo el papeleo.

    Acto seguido comenzó a caminar hacia el coche sin mirar atrás. Me puse de rodillas en el suelo, descolgué la cámara de mi cuello y empecé a guardar todo el material a toda prisa en el maletín. El asfalto me estaba destrozando las rodillas, pero no parecía que a él le importara. Esa manera brusca de actuar del inspector me recordaba demasiado a mi padre y eso no era bueno. Cerré la cremallera y me incorporé. Al mirar de nuevo al coche, había comenzado a circular marcha atrás para salir del aparcamiento.

    Aceleré el paso hasta el cordón de seguridad, lo levanté con una mano y al soltarlo me golpeó en la cabeza. Por suerte siempre he llevado el pelo corto y salvo el tirón que me llevé en el cuello, no llegó a mayores. Imagínate que encima de estar corriendo como una loca, llevara una coleta que al chocar con la cinta me hubiera soltado el cabello para finalmente terminar corriendo con la cara llena de pelo como si fuera un big foot.

    Una vez terminó la maniobra para salir del aparca-miento comenzó a acelerar. «Este cabrón te deja aquí, ¡corre Ale!» Me quité los zapatos de tacón y los agarré como pude saliendo a correr detrás del coche. Al final de la calle había un semáforo que en ese momento cambió a ámbar. Era mi oportunidad de alcanzarlo. Él seguía a lo suyo, conducía como si nada, con la chaqueta ondulando y golpeando el lateral del vehículo mientras colgaba de la puerta del acompañante y esparcía por el suelo todo lo que llevaba en los bolsillos.

    Por suerte para mí, a parte de la cartera y el abono transporte, también cayeron al suelo las llaves de mi apartamento. Y hasta ahí llegó mi suerte. Noviembre en Madrid, sin chaqueta y teniendo que recorrer media ciudad para llegar hasta la comisaría de policía. Un día llevo con este curro y ya me he tenido que topar con el inspector más gilipollas del mundo. «Como me gusta mi vida».

Capítulo 2

    Recolecté del suelo lo que había arrojado mi chaqueta y lo guardé en el maletín junto a la cámara. Coloqué mi falda que había quedado descolocada después de la carrera y volví a calzarme los zapatos. Respiré hondo y comencé a caminar por las enormes calles de la zona en busca del metro. Solo faltaba que además de todo eso comenzará a llover. Aquel mal nacido no iba a fastidiar-me mi primer día de trabajo. Después de haber salido del pueblo para estudiar Criminología, después de las mil discusiones con mi padre para dejar de lado el bar familiar no iba a permitir que un funcionario amargado me destrozara mi plan de vida. «Si el remilgado este se cree que con dejarme tirada en una calle perdida del barrio de las Tablas voy a abandonar, lo lleva claro»

    Llegué a la boca de metro en el momento que comenzaba a llover suavemente. Me cubría la cabeza con la mano para intentar evitar que se me rizara el pelo, cuan-do se humedece genera una especie de nido donde podrían vivir papá y mamá cigüeña y un par de cientos de polluelos.

    El andén estaba prácticamente vacío y me senté en uno de los bancos pegados a la pared para esperar la llegada del tren. El luminoso que indicaba los tiempos marcaba siete minutos para el próximo tren y el sonido constante de las escaleras mecánicas amenizaban el silencio. El olor a humanidad mezclado con la humedad de los túneles daba al aire un espesor más propio de un submarino en las profundidades. No sé si era la falta de oxígeno, pero por primera vez en la mañana estaba relajada.

    Cerré levemente los ojos intentando encontrar la manera de actuar cuando llegara a la comisaría. «Ale, tienes que entrar allí pisando fuerte, que no se enteren que te ha jodido de sobremanera que te dejara tirada. No permitas que te pisen, son todos unos chimpancés luchando por mostrar lo machotes que son, pero contigo no les va a funcionar. Tú tienes ovarios para esto y más.»

    El aire comenzó a circular y el zumbido del tren enmudeció el de las escaleras. Me incorporé y comencé a caminar en busca del primer vagón antes de que se detuviera. Es curioso que en estos pocos minutos el andén se había vuelto a llenar. Me paré sobre la baldosa con relieve que hay en suelo para indicar la entrada a los ciegos y esperé a que se detuviera por completo antes de accionar el botón de apertura junto a la puerta.

    Apenas salieron un par de personas y subí. Fui al fondo del vagón donde está la puerta que da acceso a la cabina del conductor, apoyé la espalda en ella y dejé el maletín caer suavemente al suelo entre mis pies. No quedaba nadie por entrar y me quedé mirando el pulsador que empezaría a parpadear cuando las puertas comenzaran a cerrarse. Miré por la ventana para ver a los rezagados corriendo como ninjas y entrando por las puertas como si fuera el juego del limbo mientras el pitido agudo proporcionaba suspense a sus movimientos como una buena película de Hitchcock.

    Alcé la vista y sobre el banco donde había estado sentada había una enorme marquesina publicitaria que mostraba la foto del torso desnudo de un hombre sobre fondo amarillo mostaza. Tenía una especie de parche negro adherido al hombro y de este salía un pequeño cable que llegaba hasta el lóbulo de su oreja. Al pie de la imagen aparecía una cita: "Sueña lo que quieras soñar” y estaba firmada por un tal Joseph Arnau.

    Enseguida la imagen de los tres cadáveres volvió a mi mente. Me apresuré a sacar la cámara del maletín y empecé a pasar fotos. Allí estaba, era el mismo cable que el de la marquesina. Cuando levanté de nuevo la vista la oscuridad del túnel ya nos había engullido.

    «Sueña lo que quieras soñar», esa frase me revoloteaba por la cabeza. Intenté sacar el móvil para anotarlo sin éxito. Este estaba en uno de los bolsillos de la chaqueta "voladora" así que empecé a repetirme una y otra vez la frase para evitar que se me olvidará, pero en la siguiente parada ya vi que mis intentos eran innecesarios. Todas las marquesinas estaban cubiertas por el mismo anuncio. En algunos cambiaban un chico por una chica, pero el aparato y la frase se repetían en todos.

    Volví a guardar la cámara. Miré al resto de pasajeros y decidí acercarme a un chaval de unos dieciséis años que llevaba unas enormes gafas de realidad aumentada. Ha-cía un año que se pusieron de moda y junto con un pequeño brazalete táctil habían dejado anticuados a los móviles.

    —Perdona —dije tocándole levemente el hombro—, ¿tú sabes de qué es ese anuncio?

    Alzó la mano y accionó el interruptor en el lateral de las gafas que desactivaba el modo inmersivo. «Chicos, ahora conecto, que no sé quién me habla por aquí»

    —¿Dime? —su tono me apremiaba a responder mientras no separaba su dedo índice del interruptor de encendido y alzaba levemente la cabeza.

    —Nada que como te he visto que estás al día con esto de las nuevas tecnologías. —saqué mi tono más dulce y, al tiempo que sonreía, lo miré los ojos y le pregunté haciéndome la tonta—. ¿Quería saber, si tú sabes que es lo que anuncian con ese cartel?

    Giró la cabeza y vio el enorme cartel y sus ojos se abrieron como platos.

    —¡No me jodas que ya lo han sacado! Tengo que pasárselo a mis colegas. —Accionó de nuevo las gafas, tocó su antebrazo y comenzó a parpadear como loco.

    —Pero ¿sabes qué es?

    —Joder que si lo sé, llevo esperándolo un año. Es un aparato que te permite controlar con qué sueñas. Puedes estudiar sin esfuerzo o ver porn… —me miró de nuevo y bajó el énfasis para hacerse el interesante—. Puedes utilizar el tiempo que pasas dormido para hacer lo que quieras. Pero —hizo una pequeña pausa—, puedo contártelo mientras tomamos algo, si quieres. —Y el baboso salió a la luz.

    —No te preocupes, con eso ya tengo suficiente —dije con tono firme—. No creo que sea necesario que tomemos nada en comisaría.

    Fue decir comisaría y ver como retrocedía como un cangrejo. «Vale, vale», fue lo único que salió de su boca mientras intentaba mezclarse con el resto del pasaje.

    ***

    Unos minutos más tarde llegué a mi parada y la ira volvió a llenar mi cabeza. «Espero que estés sentado, Ortiz, porque vas a escucharme».

 

Esto solo son los dos primeros capítulos de la novela.

Si te está gustando la historia, puedes dejar tu comentario aquí mismo. También tienes disponible el libro en amazon.es en formato tapa blanda y ebook.

Espero que lo disfrutes.

Créditos: Mockup from https://covervault.com

Comentarios

  1. Ya está compartido en Twitter, pero no te he podido etiquetar porque se me ha olvidado tu nick :p
    Mucha suerte y al toro!

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    Respuestas
    1. Muchas, muchas gracias, Rocio. En Twitter, Instagram y Telegram me puedes encontrar como @JuanRafaelEvora

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