Relato: El adiestrador de coches

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El adiestrador de coches

    No había conseguido aún despegarme el sueño de la cara y me costaba una barbaridad mantener los parpados abiertos. Llegué como unos cinco minutos antes de la hora de apertura y el portón principal del taller seguía cerrado.

    Frente a este, un Mercedes estaba estacionado sobre la acera y el conductor se encontraba con un pequeño folleto en la mano de los que repartí la noche anterior.

    —¿Trabajas aquí? —preguntó sin apenas darme los buenos días.

    Llevaba un traje italiano con corbata estrecha de las que me daban tanto coraje ver. Los zapatos parecían que habían sido pulidos con pelo de lomo de panda y brillaban más que las gafas de sol a través de las que me miraba el tipo por encima del hombro.

    —Buenos días. Sí, en cinco minutos abrimos.

    —Joder, no tengo cinco minutos —dijo con tono enfadado—. ¿Tú podrías darle un vistazo rapidito?

    «Vistazo» y «rapidito» son las dos palabras que más le gustan a mi jefe. De hecho, él las escucha como «Cien» y «euros más»

    Lo miré de arriba a abajo con el mismo desaire que él me acababa de mirar solo un minuto antes y respondí tranquilamente.

    —Deme un minuto que contacto con el responsable del taller y le hago saber la urgencia.

    Saqué el móvil de mi bolsillo y comencé a accionar los distintos iconos de la pantalla como si me pesaran los dedos una tonelada. Regodeándome en los gestos mientras él comenzaba a impacientarse moviéndose continuamente en el sitio.

    —Germán, buenos días. —Hice una breve pausa y el tipo siguió exagerando los gestos sin quitarme ojo de encima—. No sé si estás por aquí cerca, pero tenemos un cliente que necesita que demos un vistazo rapidito a su coche.

    Una carcajada salió por el auricular y colgó.

    —¿Y bien? —preguntó impaciente nuestro pardillo.

    —En un momento está ya por aquí.

    No terminó de pronunciarlo cuando se abrió la puerta del bar contiguo al taller y Germán salió con un trozo de churro en la mano y una servilleta. De un par de bocados se lo metió entero en la boca e intentó limpiarse los restos de aceite con la típica servilleta que mas que limpiar, esparce. Y acto seguido, le ofreció la misma mano a nuestro amigo que, con reflejos felinos, evitó el contacto físico poniéndole las llaves en la mano a mi jefe.

    —Buenos días ¿Qué le pasa a esta maravilla? —dijo mientras metía la llave en el cierre del portón y pulsaba el botón que lo levantaba.

    —Pues nada, llevaba un par de minutos conduciendo y empezó a sonar un ruido agudo e intermitente.

    —Vale, déjenos echar un vistazo -dijo y acto seguido se giró hacia mí dándole la espalda al cliente—. Paco —me lanzó la llave—, ponle los protectores y pásalo a la cabina para que lo conectemos en la máquina y vemos que tiene.

    Corrí dentro de las instalaciones y saqué un rulo de plástico trasparente y un pliegue de protector de asiento. Abrí el vehículo y puse las protecciones. Me senté levemente sobre el asiento del conductor y desbloqueé el freno de estacionamiento y me puse de pie junto a la puerta con la ventanilla abierta para empujar el vehículo hasta el interior del taller.

    —¿Por qué lo empuja?

    El tipo me miraba con cara de asombro y tuve que improvisar algo sobre la marcha.

    —Como no sabemos aún de donde viene, intento evitar cualquier daño mayor. Ya ha sido un riesgo que lo condujera hasta aquí —le reproché sin que hubiera la más mínima reacción por su parte.

    —Bueno —llamó su atención mi responsable—, ahora solo tiene que firmar aquí y nosotros nos encargamos de todo.

    —¿Cuánto les va a costar?

    —No más de una hora.

    —Necesito que esté antes, ya estoy perdiendo un tiempo precioso

    —Vale, ahora mismo le metemos mano y vemos lo que podemos hacer.

    No le veía la cara, pero me imaginé como se le dibujaban símbolos de dolar en los ojos y no pude evitar soltar una carcajada.

    —Puede esperar en el bar de aquí al lado —prosiguió Germán e hizo el típico sonido de cuando intentas quitarte un «pa’luego» de entre los dientes—. Tienen un excelente chocolate con churros y, antes de que se los acabe, seguro que le hemos llamado.

    A regañadientes, el trajeado se fue en dirección al bar y ambos nos quedamos a solas dentro del taller junto al coche.

    —Niño, trae la manta que hay en la entrada de la oficina.

    Antes de que terminara yo ya estaba a medio camino. El siguió empujando el coche hasta colocarlo en el elevador y empezó a levantar el coche del suelo como un metro de altura. Empezó a mirar debajo cuando llegué junto a él. Sacó una linterna y empezó a escudriñar el motor hasta que encontró un penacho pardo y lo agarró con la mano.

    —Pon la manta debajo.

    Me coloqué en posición y con delicadeza, tiró de la cola hasta que sacó de su escondite a un hermoso gato pardo con ligeras manchas de aceite hasta que consiguió dejarlo caer sobre la manta.

    —La verdad que tu idea de darle de comer a los gatos dentro del capó de los coches me había parecido una locura, pero está claro que funciona. Límpialo un poco con la manta y lo llevas al patio trasero con el resto para que coma un poco mientras, yo voy preparando la factura.

 

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Créditos: Photo by Angello Pro on Unsplash

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