Relato: El brandy

Relato: El brandy

El brandy

    Sabes esa sensación que tienes cuando te despiertas y alguien te está respirando a un palmo de la cara con la mirada fija en ti. Pues ahí estaba yo. Con los gentiles toques rodilla-costado de mi mujer mientras me enseñaba la hora en el móvil.

    Que vale que me había quedado dormido sobre el colchón de la cuna que se supone debería estar montada hace ya unos días, pero es que no me da tregua. Que si el armario para el bebé, que si el cambiador para el bebé, que si el trozo de jamón a las tres de la mañana para que el bebé salga sin un solo antojo. 

    —José, no entiendo como puedes haberte quedado dormido con la cuna a medio montar. ¿Me lo explicas?

    Apenas había abierto el ojo y ya tenía encima la preguntita. «A ver que respondo para que no sea interpretado como un crimen de estado». Me incorporé un poco sentándome sobre el parqué, me froté los ojos y comencé a generar la correspondiente excusa.

    —¿A caso crees que iba a dejar que nuestro bebé durmiera en este colchón fabricado en… —escudriñé con la vista la bolsa que contenía el colchón hasta que lo vi— China?

    —Anda que tienes un morro —no pudo aguantar soltar una sonrisa.

    —Y tú pareces que estás un poquito embarazada, Victoria.

    —¿Si? No me digas —dijo acariciándose la tripa— parece que la pasada semana santa un payasete puso una semillita en mamá y la empujó con …

    —Shhh calla —dije llevándome el índice a los labios—, que te puede escuchar Mázinguer.

    —Sabes que no me gusta que lo llames así

    —Sabes que no quiero saber el sexo hasta que nazca, y ahí ya veremos.

    —En fin, mi padre tenía razón, ¡me casé con el rarito! —afirmó y solo pude levantar las manos en el aire con las palmas hacia arriba y asentir—. En diez minutos nos vamos que quiero ayudar en la cocina a mi madre.

    —¿Y tu hermana Mari?

    —Ya te conté que ella lleva este año el salpicón.

    —Si, ella el salpicón y Raúl la piña.

    —¿¡Te quieres mover y dejar de criticar a mi familia!?

    —Dichculpe, cheñora, echte pachacho no quería molechtarla.

    —Anda —respondió con una media sonrisa—, tira que no llegamos.

    Dijo, y se dio media vuelta dejándome allí sentado en el suelo junto al colchón de china y la serie de tornillos «stroügna» que a saber dónde tenía que ponerlos. «La última vez que me convencen para no contratar montaje»

    —¡Vienes o qué! —el dulce grito de Victoria llegó desde el salón invitándome amablemente a salir de casa.

    —Voy —dije estirando la O con mucho menos ímpetu que una hormiga llevando una cáscara de pipa. Me levanté y di la veintena de pasos que se separaban del salón.

    Junto a la puerta, ella ya tenía puesto el abrigo de las mejores galas y me apremiaba con la mirada a que hiciera lo mismo.

    —Sabes que vamos un par de pisos más abajo, ¿verdad?

    Como de costumbre desde que nos quedamos embarazados volví a tocar la tecla que la sacaba de sus casillas. Cogió el bolso que tenía sobre el mueble del recibidor y abrió la puerta.

    —Yo te espero abajo —afirmó y me miró recorrió con la mirada—. Y hazme el favor de no tardar, péinate un poco y ¡ponte zapatos! ¡Que vas todo el día descalzo! Y no olvides de coger la bolsa.

     «Bolsa, bolsa, bolsa…» se quedó como un eco en mi cabeza mientras que decía adiós con la mano a Victoria, asentía con la cabeza y salía de mi mundo con el portazo. Esa maldita bolsa me acompañaba desde que llegamos a la semana veintitrés de embarazo. Ahí que va con nosotros por si en cualquier momento llega el momento del nacimiento, que no nos pille desprevenidos. Que no digo yo que no sea necesaria, pero que desde el primer momento llevamos tantas cosas que podríamos montar nuestra propia parafarmacia: pañales, un body de manga larga, uno de manga corta, una toquilla, un pantalón rosa, uno azul, una rebeca de punto que hizo mi madre, otra que hizo la suya, un bote de talco, champú para el pelo. ¡Hasta un termómetro de baño! Y a buena hora dije que, si tocábamos el agua y estaba bien de temperatura, ya bastaba. En ese momento descubrí que una mirada puede tener rayos láser. El gen de madre va floreciendo poco a poco, debe ser así como consiguen que el hijo se quede quieto con solo una mirada.

    En fin, era mi momento para aprovechar y colar en la bolsa a mi pequeña amiga de todas las navidades. Llevo ya tres meses sin fumar, pero una copita el día de navidad no se lo puedes negar ni a un mendigo.

    Me fui directo al mueble bar. Bueno, al recientemente inaugurado como el mueble de las pichorraditas para el bebé y detrás del cambiador portátil número cinco me esperaba: una botella de brandy Viejísimo 1830. La saqué del fondo del armario y con ella en la mano fui hasta la entrada para terminar de prepararme.

    Me coloqué un par de zapatillas de deportes más cómodas que bonitas. Luego abrí la bolsa y, con cuidado de no desplazar nada de sitio, metí la botella debajo de la solapa que la cerraba. Pasé mi mano por el pelo para adecentarlo levemente y al sacarla por la nuca tenía un par de trozos de cartón pequeñitos. «Mierda» pensé mientras me sacudía la cabeza como si un enjambre de abejas me atacara. Pasé un par de veces más la mano y después de validar que salía limpia, seguí los pasos de mi mujer hasta el quinto.

    Apenas abrí la puerta del ascensor y la puerta de la casa se abrió de par en par.

    —¡Cuñado! —gritó, Antonio y el eco se escuchó en el hueco de la escalera.

    —Hola, Antonio, ¿qué tal te va la vida?

    —Que vida ni que niño muerto, has traído eso —dijo manoseándome en busca de la botella.

    —Sí, no seas impaciente —dije y levanté un poco la solaba de la bolsa.

    Él movió la mano rápida como un colibrí y sin que pudiera impedirlo, la sacó y la abrazó.

    —La de este año si que es buena —los ojos se le iluminaron como faros de camión.

    —Sí, pero baja la voz y llévala al salón. Yo paso a saludar y vuelvo. Dame cinco minutos.

    Y desapareció de mi vista entrando en la casa y girando hacia el salón.

    Entré y cerré la puerta. 

    —¡Buenas tardes! —dije elevando el tono por el pasillo.

    Victoria asomó primero la barriga y luego la cara por la puerta de la cocina al fondo del pequeño pasillo. Me miró de arriba abajo hasta que localizó la bolsa con la vista.

    —Vale, la traes —dijo aliviada a verla—. Déjala en la habitación y también el abrigo y ayuda a mi hermano a poner la mesa.

    A ver, que no es que yo no quisiera ayudar a mi cuñado, un enano picajoso de dieciocho años. El problema es que, Antonio, estaba deseando pimplarse la botella de brandy junto a mí. El año anterior se lo había prometido y como toda buena promesa, había que cumplirla.

    En el salón comenzaron a sonar villancicos a todo volumen y esa era la señal de que todo estaba preparado.

    Recordar, solo recuerdo la primera copa. A la tercera, ya era incapaz de saber si teníamos que poner la mesa o montar una nueva; con la dinámica de los últimos meses el alcohol ya causaba estragos en mi memoria.

    Eso y que llegó mi cuñado de Salamanca, el soso, otro año con esa puñetera piña.

    Por lo menos espero que el cochinillo me ayude a bajar un poco esta borrachera. 

    Continuará…

 

¿Te gustó el relato? Déjame tu opinión en los comentarios. 

También puedes suscribirte a la lista de correo para no perderte nada.

Y no olvides entrar en http://www.evora.es para leer más historias como esta.

Créditos: Photo by Juliette F on Unsplash

Comentarios

Entradas populares de este blog

Microrrelato: No mires a la luz

Relato: Dinosaurios

Microrrelato: Algún día en la playa

Novela: El salto de los inocentes