Relato: La piña

Relato: La piña

Relato: La piña

    Tocamos un par de veces el timbre que custodiaba la puerta de entrada, sin mucha fortuna. El barullo que se escuchaba detrás de la pared no hacía pensar en que ninguno de los que ya estaban dentro se percatara de que aún no habíamos llegado.

    Raúl, mi marido, me puso ojitos como diciendo: “Si no abren, ¿nos podemos volver a casa?” y justo después saco a pasear un pequeño puchero que solo usaba para las causas perdidas. Nunca le gustaron las reuniones familiares y hacía lo imposible para evitarlas. A mí me producía una sensación extraña. Verlo allí de pie, con el labio inferior sobresaliendo, los ojos medio caídos y con una piña, como su mejor aporte a la cena, en su regazo era entre ridículo y gracioso a partes iguales.

    —Mamá, ¿quieres que llame yo?

    Aparté un poco el recipiente de salpicón de marisco que sostenía con ambas manos y allí estaba Mikel. Con los ojos como platos tirando de la pernera de mi pantalón y no pude más que asentir.

    —Raúl, ¡deja la piña en algún lado y sube a tu hijo para que pueda tocar el timbre! —dije con tono militar y después volví a transformar mi cara en pura dulzura para responder a Mikel—. Ahora te sube papi, cariño.

    Dejó la piña sobre el suelo de terrazo rojizo del rellano. Se agachó levemente y levantó a Mikel de las axilas para que tocara el timbre. Para nuestra sorpresa comenzó a golpear la puerta con ambas manos y los pies mientras que gritaba.

    —Raúl, ¡bájalo! Que va a tirar la puerta.

    —Pero… —dudó por un momento mientras que el crio penduleaba en sus brazos como una ristra de chorizo secando al aire.

    —Mikel, eso no se hace. Puedes romper la puerta y… —no terminé de decir la frase cuando la cerradura comenzó a sonar y la puerta se abrió.

    Mikel nos miró a ambos e inmediatamente salió corriendo dentro de la casa esquivando a mi hermano que estaba apoyado en el marco de la puerta.

    —¡Cuñao! Este año no traes esa estúpi… —Lo interrumpí con un par de movimientos bruscos de cabeza. Antonio me miró fijamente y yo miré hacia el suelo, junto a los pies de Raúl. Tragó un poco de saliva y corrigió sobre la marcha—, maravillosa piña perfectamente seleccionada por los maestros piñeros de Salamanca, ¿no?

    —Yo también me alegro de verte —respondió mi marido con un tono tétrico al que respondí de manera inmediata con un toque de codo contra sus costillas y él, de manera automática, esbozó una sonrisa para nada forzada.

    —¿Mamá está en la cocina? —pregunté sabiendo la respuesta después de que inundara mi nariz el olor a cochinillo asado.

    —Ya sabes que, aunque tenga noventa años, nos puede a todos —sonrió—. A ver si tú puedes convencerla de que se siente un poco o luego nos tocará escuchar como tiene de dolorida la espalda por nuestra culpa. —Extendió la mano para que le pasara el recipiente con el salpicón y, en el momento que se lo di, se giró de vuelta al interior mientras gritaba—. ¡Mamá! Ya está aquí Mari.

    Raúl me miró llevándose las manos a la cara entrecerrando los dedos, como diciendo que no había quien lo aguantara.

    —Ya, pero es mi hermano —le respondí en un susurro—. Coje la piña y tira dentro.

    —Pero…

    Abrí los ojos de par en par, lo miré y miré dentro de la casa. Recogió la piña del suelo y los tres pasamos dentro y cerramos la puerta.

    Antonio volvió a su sitio natural sentado en el salón junto a Pepe, el marido de mi hermana Luisa. Pepe es un buen tío, pero su dedicación a todo tipo de bebidas espirituosas y al tabaco lo hacen especialmente oloroso en esta época del año.

    Como manda la tradición, en cuanto ve pasar a mi marido por la puerta, Pepe se levanta. Da un pequeño traspiés causado por llevar un par de horas con el hígado a remojo y agarra a Raúl del hombro para luego llevárselo hasta sus dominios. Junto a la botella de brandy.

    Ese año no podía ser menos y cuando pasé por la puerta del salón, aminoré el paso y lo saludé de manera concienzuda.

    —¡Pepe! ¿Cómo te trata mi hermana?

    —Pues ya ves cuñada, la cosa no va mal. De momento me sigue dando estos ratitos de respiro. Porque ahora entre el embarazo y montar cosas en la casa. ¡No doy abasto!

    Mikel llegó corriendo por el pasillo y entró en el salón al gritando.

    —Hola, tito José.

    —¿Quién te ha dicho que me llames así?

    —La tita. Dice que te gusta más.

    Y salió con la misma energía que había entrado.

    —Adiós, tito José.

    Pepe y Antonio siguieron con la vista a Mikel y en el momento que este salió de su plano visual, alzaron la mirada y allí estaba mi marido con su hermosa y flamante piña. Y solo pasaron un par de segundos para que ambos al grito de “¡cuñao!” se lo llevaran a sus dominios.

    —¡Raúl!

    —Sí, dime —dijo mientras se giraba esperando que lo salvara de aquello.

    —Dame el abrigo que yo te lo llevo a la habitación —dije y no pude evitar sonreír al tiempo que él dibujaba un insulto con sus labios sin llegar a darle volumen.

    Se quitó el abrigo y con él en la mano seguí el camino dirección a la zona de habitaciones y la cocina.


    Continuará...

 

 ¿Te gustó el relato? Déjame tu opinión en los comentarios. 

También puedes suscribirte a la lista de correo para no perderte nada.

Y no olvides entrar en http://www.evora.es para leer más historias como esta.

Créditos: Photo by Juliette F on Unsplash

Comentarios

Publicar un comentario

Ahora que llegaste hasta aquí, ¿qué te pareció el relato?

Entradas populares de este blog

Microrrelato: No mires a la luz

Relato: Dinosaurios

Microrrelato: Algún día en la playa

Novela: El salto de los inocentes