Relato: Una bici roja

Relato: Una bici roja

Una bici roja

    ¿Sabes lo que se siente sabiendo que mañana es un día especial y estás deseando que llegue? Pues ahí estaba yo, tirando de la manga de mi madre a las siete de la tarde deseando que me pusiera la cena. No porque fuéramos a cenar nada especial, estaba visto que, desde diciembre hasta bien entrado marzo, las sopas de sobre eran algo que se repetía. Más bien estaba un poco emocionado por la llegada del día de reyes.

    Mi vecina, la Juana, se acababa de marchar y mi madre apenas había plantado el culo en el sofá. Con mis reflejos de superhéroe pregunté antes de que se reclinara hacia atrás.

    —¿Podemos cenar, mami? —dije poniendo mi mejor cara de bueno.

    —Déjame que vea un poco la tele y levante los pies.

    Ver la tele y levantar los pies significaba que se iba a quedar dormida en unos diez minutos. Ya había visto esa cara otras veces. Y si no hacía algo la próxima media hora me la pegaría jugando a los ninjas o como yo lo llamo, dar saltos en el sofá sin que se despierte.

    —Pero mañana vienen los reyes y hay que acostarse pronto ¿Recuerdas? 

    Pinté una enorme sonrisa en mi cara y empecé a tirar de ella para que se levantase.

    —¡Vale! —dijo alargando la primera vocal—. Pero prométeme que te meterás en la cama antes de las nueve.

    —Te prometo que estaré en la cama a las ocho y media.

    —Venga —dijo apoyando las manos en el borde del asiento y levantándose.

    Fue directa a la cocina y sacó un sobre de sopa maravilla de la despensa, junto al frigorífico. Sacó la olla, la llenó de agua y la puso al fuego.

    —Mamá, ¿puedo ir preparando los zapatos?

    —Anda, tira. Pero pon solo un par, que nos conocemos.

    —¡Bien! —dije con medio cuerpo fuera de la cocina.

    Fui corriendo hasta mi habitación que estaba a un lado del salón. Delante de mi armario tenía los zapatos del cole, unas deportivas y, unas resplandecientes y casi sin barro botas de agua. Las agarré y seguí corriendo hasta la ventana que tenemos en el salón. Me arrodillé para colocarlas perfectamente alineadas en el suelo, fuera de la zona de paso de sus majestades y los camellos. Que, aunque mi madre dice que solo sube uno por piso, yo dejo hueco para que no tengan problemas.

    —Perfecto —dije después de separarme un poco para ver si estaban bien colocadas. Ahí seguro que entran mil kilos de caramelos.

    —¿Decías algo? —dijo mi madre asomando un poco la cabeza por encima de la barra que separaba el salón de la cocina.

    —No —grité justo antes de volver a entrar en mi habitación.

    Busqué la mochila y saqué el cuaderno de matemáticas. Nunca me han gustado demasiado y era un buen sitio para arrancar una hoja. Saqué el estuche y cogí un lápiz bicolor azul y rojo. Volví a salir disparado hasta el salón y me lancé contra el suelo de rodillas deslizándome hasta la mesa de centro. Coloqué el papel y comencé a escribir en azul.

    «Queridos Reyes Magos, ya se que habéis recibido mi carta, pero quería asegurarme de que no hay ningún malentendido como otros años. Este año he sacado buenas notas, en algunas asignaturas he sacado casi un seis.» Giré el lápiz para escribir en rojo. «Quería que me regalarais una bici.» Volví a ponerlo en posición azul. «Me da igual que no sea nueva, ya me contó mi madre que, a veces, tenéis que reciclar regalos por eso del medio ambiente. Y también acordaos de traerle a mi madre un trabajo más tranquilo, se pasa el día corriendo de un lado a otro y me gustaría que alguna tarde pudiera llevarme al parque a jugar con la bici. Os quiero. Firmado Jaime”

    —La comida está.

    —Justo a tiempo.

    Me levanté del suelo, doblé el papel y me acerqué de nuevo donde las botas para dejarlo junto a ellas.

    Desde la ventana se ve el parpadeo de las luces de navidad. Vivimos en un cuarto piso junto a una zona de chalés. «Jolibud» lo llama mi madre. Dice que está lleno de gente que actúa cada vez que la ve alguien, como los de las películas. A mi me gusta mirarlos de vez en cuando por la ventana. Desde aquí no pueden reírse de mi ropa o de mis zapatos. Sobre todo, me gusta mirarlos en Navidad, cuando ya ha pasado Santa. Es una suerte de tener chimenea, pero yo no los envidio. Solo es que me gusta ver a otros niños jugar y ellos solo parecen jugar el día de navidad.

    —Jaime, que se enfría la sopa.

    —Voy.

    —¿Qué mirabas?

    —Las casas de «Jolibud». ¿Crees que algún día podríamos tener una chimenea?

    —Ya lo hablamos, aunque tengamos una chimenea, por aquí pasan los reyes magos.

    —Pero Santa trae muchas más cosas.

    —Bueno, eso depende de lo bueno que seas durante todo el año.

    —Pero tiene que haber algo más. Los niños de la primera casa, por ejemplo, siempre se meten conmigo cuando voy camino del cole. ¿Y Santa cree que eso es portarse bien?

    —Santa es americano, a saber cómo miran allí lo que es ser bueno —dijo poniendo el plato de sopa sobre la mesa—. Anda, cena que me prometiste que te meterías en la cama antes de las nueve. Y ya sabes que los reyes miran hasta última hora.

    No le di tiempo a terminar la frase cuando ya llevaba engullidas un par de cucharadas de sopa.

    —Pues yo espero que este año los reyes me traigan la bicicleta que les pedí —dije con la boca llena de líquido y bolitas de fideo.

    —Ya sabes, Jaime, que a veces los reyes no traen todo lo que quieres.

    —Yo confío en ellos. El año pasado en lugar de la bici me trajeron un jersey que me quedaba un poco grande y, el anterior, creo que fue una pelota —seguí hablando mientras engullía el líquido caliente.

    —Ya veremos que tal.

    —Estoy seguro. No pueden fallarme tres años seguidos.

    Solté la cuchara sobre la mesa y agarré el plato con las dos manos. Arrimé el morro al borde y sorbí como si de un vaso de leche se tratara.

    —Ya está, voy corriendo a la cama.

    —Pero, Jaime, no es seguro que te traigan una bici.

    Me levanté y me abracé a su cuello.

    —Ya verás como sí —dije.

    Y me fui corriendo a mi habitación. Si me acostaba y apretaba los puños estaría dormido en un abrir y cerrar.

***

    Un portazo me despertó. 

    —¡Los reyes! —susurré.

    Estaba todo oscuro y las pisadas se escuchaban por el salón. El sonido de los pasos estaba acompañado de un pequeño “tic, tic, tic”, como el sonido de una bici cuando no se dan pedales.

    «Tengo que aguantar un poco» me dije mientras apretaba el borde del edredón con mis puños. Los pasos dejaron de escucharse. «Cuento hasta diez y voy. Uno, dos, tres, ¡diez!» Y salí de la cama a toda prisa, encendí la luz y abrí la puerta que daba al salón.

    La luz estaba encendida y mi madre estaba sentada junto a la barra de la cocina.

    —¿Tú también los has escuchado?

    Respiraba de manera apresurada y tenía en la mano una taza.

    —Sí, ha sido raro porque es la primera vez que los escucho. Mira me he puesto tan nerviosa que me he puesto una tila.

    Miré hacia la ventana y junto a las botas de agua había una impresionante Motoreta roja apoyada sobre su pata de cabra.

    —¡Sí! —grité con todas mis fuerzas y salí corriendo a abrazar a mi bicicleta—. ¡Mira mamá! Es una bici, como la que yo quería. ¡Y nueva!

    Mi madre sonrió mientras dio un sorbo a su bebida.

    —Ya era hora de que esos tres te prestaran atención.

    —Sabía que no me fallarían. Y mira, me han dejado una nota. Pelayo ...—leí despacio.

    —Espera —dijo mi madre y se levantó a toda prisa.

    —¿Pelayo?

    Llegó y apoyó su mano sobre el cordel que sostenía el papel. Tiró fuerte de él y lo cogió para leerlo.

    —Vale, seguro que es porque también ha pedido una bici para ti algún amigo tuyo que se llama Pelayo.

    —Pero yo no conozco a ningún Pelayo.

    —Vale, ya se, ha sido un compañero de trabajo mío, seguro. Siempre pide para todo el mundo.

    Estrujó el papel y lo tiró en la papelera antes de volver a sentarse junto a su taza de tila.

    —Dale las gracias. ¡Me encanta mi bici! —dije—. Y, ¡gracias, Baltasar! —dije asomándome por la ventana.

    Miré hacia abajo y un par de coches de policía tenían las luces encendidas junto a los chalés de «Jolibud».

    —Mira, mamá, la policía está ahí abajo.

    —Tú no te preocupes por eso ahora —volvió a ponerse de pie y caminó hasta asomarse disimuladamente por la ventana—. Solo disfruta de tu bici, que te la has ganado.

    Cerró la persiana suavemente. Yo asentí con la cabeza y me senté en el sillón negro alargado. Me sentía como uno de esos motoristas que salen en las películas que dan por la tele. Coloqué los pies en los pedales y ahí me quedé hasta que, la Juana, me llevó al parque.

 

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Créditos: Photo by Greg Boll on Unsplash

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